RAMON ORTEGA Y SUS ORQUIDEAS
Diálogo con RAMÓN ORTEGA En Comayagua, ciudad donde la luz dice a grandes voces la gloria de un valle blando y fértil, un poeta se halla en el cautiverio del séptimo paraíso. Ramón Ortega está loco, pero no de atar como cuando los críticos hicieron la disección de sus primeros poemas para ver si por ellos corría sangre, y después de un dictamen en que las palabras eran lo de menos, encontraron que más allá de la zona en que zigzaguea el microcosmos, había puntos de oscuridad que iban ensanchándose, tenuemente, hasta acobardar la luz. El caso era irremediable, decían, y lo único que se podía aconsejar era un cambio de clima, para que los nervios del alienado recobrasen la temperatura ambiente y con helioterapia gratis y la contemplación asidua del perfil de la catedral en que hay varias osamentas de obispos, el pobre hombre, que había sido multimillonario de proyectos, pasajero en todos los barcos, sintiera de verdad que en torno suyo todo estaba realizando la aspiración increíble que dibujó infantilmente, para heráldica de sus ciudades aéreas. "Ni una voz ni una luz".
Comayagua es uno de los parajes que tienen más riqueza de intimidad en la historia de la América olvidada: Guanajuato, León de Nicaragua, Cartagena de Indias, la Antigua Guatemala, ¿a qué enunciar la parentela? Sus mujeres alzan los visillos para ver quién pasa, cuando en la calle suenan pasos de forastero. Se diría que al llegar a ella, hay la coincidencia de que acaba de suceder un terremoto, y cuando ya todos se han retirado a los aposentos, pasa por el aire color de túnica del Nazareno, una procesión en puntillas, presidida por el obispo aquel a quien escaparon de matar de sed y le arrojaban trapos húmedos. De pronto, la procesión se disuelve y el viajero oye a través del muro tres siglos colonial, el discurso maravilloso de otro loco que, en medio de su frenesí hace rugir su dolor altanero; Alonso Suazo.
Pues en esa ciudad acaba de leer su primer libro de versos, "El Amor Errante", el infortunado -¿qué?- el feliz Ramón que va por aquellas calles como un niño que todos los días baja a la tierra desde su kindergarten del cielo para preguntar qué hora es al reloj del alcarabán o al lucero que se cayó al pozo, y si piensa volver por el barrio de San Sebastián otro loco, pero ése sí muy peligroso, porque tiene la manía del fuego, Justo José Milla, el coronel incendiario, primo hermano de Satanás. Libro de versos que aparece en México, en el taller modestísimo de Vargas Rea, el editor que se propone dar a las camelias el precio de cinco céntimos. La piadosa ofrenda la hace un buen ciudadano de Comayagua, diplomático que tañe su lírica vihuela, don Jesús Castro, a quien el poeta Ortega, así que recibió el gentil obsequio, le ha prometido, en acción de gracias, una dalmática morada, como la de Nuestro Padre Jesús cuando su alma regrese al éter de donde, ya se sabe, fuimos desterrados.
Comayagua es más importante por sus locos que por sus cuerdos. Y la prueba la da este libro, que pone en un escaparate de cristales ardientes, las joyas que en su taller labró quien siendo un buen orfebre, ahora es un banquero con mayores preocupaciones que las que tuvo cuando buscaba la palabra que merecía el rico engarce. La ofrenda esta nítida y la intención se decora con ópalos preclaros, y en el fondo modestamente seguro de brillar mejor cuando tenga pátina, el oro que, cansado de estar inédito en aquellas montañas, se fuga en partes alícuotas hacia cabezas de martirologio.
En esta cárcel frágil -a la vez relicario- instala ahora su residencia el rey que tuvo los más bellos castillos en el aire y unos elegantes trasatlánticos en que mandó poner invernaderos para que todas las novias del mundo admiraran las orquídeas que bajan a beber al río Aguán y los quetzales de colores sanguíneos que entre sus abuelos tienen un príncipe maya. En la historia literaria del trópico las perlas de Ramón Ortega, halladas todavía sin su iridiscencia al final de nocturnos buceos, se ataviaron para fiestas marinas que dio en los salones de su alcázar de predilección, y desvanecidos ya los rostros que las admiraron con su inicial hermosura, ha quedado en ellas intacto el amor de aquel valle con frutos de iris y una liviana claridad.
Publicado en "Revista de Revistas" en julio de 1922.