AGUILAR Y SANTILLÁN, UNA INSTITUCIÓN
Diálogo con RAFAEL AGUILAR Y SANTILLAN Hablo con el maestro Aguilar y Santillán, es decir, con el héroe máximo de la Academia de Ciencias ?Antonio Alzate?, que ha sabido demostrar que no sólo buscando pan vive el hombre, sino que también libros.
¿Pero es posible, maestro?
Y me toma de la mano para pasearme por su biblioteca, la biblioteca pública de la ?Alzate? que tiene más de cien mil volúmenes limpiamente listos para el lector, catalogados al día, con una puntualidad que no tiene rival en esta América en que los libros se pierden.
-¡Cien mil volúmenes! Y de todas partes del mundo. Sin más recursos que nuestra constancia para pedir, para canjear con nuestras ?Memorias?. Aquí tiene usted el número del tomo 51 de las ?Memorias?.
Y el maestro ?que tiene un claro sentido del buen humor? me presenta sus colecciones de revistas científicas, en todos los idiomas. Algo increíble en el desorden iberoamericano, después de los saqueos que han sufrido otras bibliotecas no sólo por obra y gracia de gentes que vienen y van, sino por las travesuras de los lectores que meten sus navajas en las ilustraciones nítidas, sólo porque sí, por el morboso pecado de destruir lo ajeno.
-No vaya a confundir a la ?Alzate? con el ?álzate?, que ya es un lema de batalla. Verdad es que, a veces, visitando las oficinas y las casas de mis amigos, previo su consentimiento, me alzo con los duplicados y hasta con algunos ejemplares únicos. Pero esta biblioteca no pretende tener esta o aquella edición, lo ejemplar es tener un ejemplar. No somos anticuarios sino bibliotecarios. ¿Cuándo me regala usted un libro?
San Francisco pedía piedras cuando imploraba una limosna; a veces un cerro, un monte en flor, para sus construcciones silenciosas. Así don Rafael mi egregio amigo don Rafael, a quien es imposible separar de sus libros, sus folletos, sus colecciones de revistas nutricias de papeles circulantes. ¿Qué haremos el día en que él ya no esté en su biblioteca, a la que tanto ama con un amor de novio siempre joven? Porque Aguilar y Santillán es uno de nuestros jóvenes eternos, que si tiene canas es por coquetería, acaso por modestia.
-Me conformo con un libro? No olvide su promesa.
Sí don Rafael. Le traeré una antología del bibliófilo, no le digo si de Charles Nodier o de aquel bibliotecario que usted y yo conocimos en Evanston, ¿se acuerda usted? ¿Se acuerda del iluso coleccionista de manjares para el entendimiento, que se llama Thomas Wesley Knox?
La evocación le conmueve lo más vivo en los recuerdos. Y reprime un alborozado suspiro. Traté mucho en aquellos días, en nuestra pajarera aventura de bibliotecarios en gira por no sé cuántas ciudades del Este yanqui, a mi joven amigo don Rafael, y no se me olvidará el temblor sagrado que le sobrecogía cuándo, acercándonos a un estante de acero, en que veíamos lujosamente acuartelados los libros de todos los autores y de todos los idiomas vivos y muertos a tantos kilómetros de libros por hora. Lo primero que don Rafael hacía era buscar en el catálogo la colección de sus queridas ?Memorias? de la ?Alzate?. Y nunca, ni por broma, ni por broma, ni por mala casualidad, se dio el caso de que la revista más pletórica de ciencia que se publica en México, que sólo resiste el parangón con la de la Sociedad Científica Argentina, no estuviera allí, en el rincón augusto de la serenidad bibliotecaria.
No quiere don Rafael contarme todas las penalidades que ha sufrido esa biblioteca que es presea clarísima de su trabajo, blasón de la iniciativa privada, prueba eficaz de que con paciencia y buena voluntad la gota de agua bibliográfica puede formar ondas en esa marejada de libros que se hace espuma en la mesa adonde acuden los frutos de las imprentas.
?¿Para qué??me dice con cierto penosos sobresalto? Ni vale la pena. Lo que me interesa es que sigan llegando los libros, que se acuerden de esta pobre biblioteca. Y al decir pobre, asume su voz una inflección de orgullosa nostalgia, porque esas manos no podrán sentir pasar, en amoroso desliz, todos los libros que vale la pena de conservar, como si fueran paisajes de almas, embalsamados paisajes de sueños.
De súbito se acuerda de que hay que insistir en el pago del paupérrimo subsidio, de que hay que cobrar a algunos socios renuentes su cuota miseranda. Y de lo único que está satisfecho es de haber podido llegar a reunir una riqueza inmaterial, que para él vale más que el oro ilustre de las minas, una riqueza incotizable, continuamente desamortizada, virgen cada día que pasa.
-Esos libros, estos libros, aquellos libros.
Y torna su mirada en sosiego hacia el azul del mediodía, que se hecha sobre nuestra conversación para bañarla de optimismo y luego la entrecierra, como si quisiera imaginarse por un instante un tropel de cajas llenas de esos tesoros inefables que él en persona abrirá para recreo y deleite único, antes de cerrar para siempre los ojillos inquisitoriales.
Inquisidor que aplica sus rayos X a los paquetes postales para darse el lujo de codiciar su contenido antes de que lo derramen sobre su mesa atareada, que poco a poco, día a día, ve llenarse de cédulas. Risueño buscador de primicias, aunque sean a la rústica y que no detiene su diálogo con ellas, ni cuando las haya instalado en el hueco celular de la estantería.
?Ha habido vez?me dice sonriendo?que no teniendo para comprar cajas de madera en qué poner las tarjetas de los libros, las puse en cajas de zapatos.
Pero ahora, en casa propia, maestro?
-Ya era tiempo de que nos dejaran vivir tranquilos. Debían de dar a la ?Alzate?, a perpetuidad, esta casa. ¿Cree usted que nos dejarán? Apenas hay para pagar humildes sueldos a los muchachos que me ayudan. Y sin embargo, aquí seguiremos en nuestro sitio, esperando mejores días.
Don Rafael no puede contener su deseo de referirme cómo se formó la Academia ?antes Sociedad? ?Antonio Alzate?.
?Ya quedamos sólo cuatro de sus fundadores?me dice?, y de esto hace medio siglo, Cicero, Vélez y Puga. Eramos estudiantes de la Escuela Preparatoria, y un día acordamos fundar una sociedad que se llamó primero ?Benjamín Franklin?. Para tiempos, aquellos? Pero le cambiamos el nombre, porque, pobremente, pero nuestro, es el padre Alzate. Sí Alzate nos puso el ejemplo de lo que se puede hacer cuando se quiere. Y aquí estamos, al fin, un poco quietos y, sin embargo, inconformes, porque podemos hacer algo mejor todavía, algo que valga la pena.
Con la seguridad de quien se orienta fácilmente en un laberinto, el maestro se dirige hacia un rincón, y es para enseñarme un ejemplar de libro espléndidamente impreso que le acaba de llegar:
-¡Pero qué láminas tiene! Y fíjese en la bibliografía. Aquellos hombres sí sabían trabajar.
Es el libro memorial que se publicó en el centenario de Marcelino Berthelot, aunque sea trabajando.
Trabajar, servir, pero con alegría, con la antigua ?leticia? lauretana: tal puede escribirse en el blasón de este benemérito de México que en grado heroico ha servido a su país en más de medio siglo.
Y cuando le pregunto cómo nació la ?Alzate?, no puede disimular su júbilo desinteresado. Es una de las páginas más hermosas en la historia de la cultura en América. Es un caso patético que comienza en juego froebeliano.
?Le voy a enseñar algo, a usted sólo, porque me daría pena que otros lo vieran?dice?.
Son dos volúmenes empastados con cariño más que con otro material, de esos que no resguardan de la intemperie a los papeles sagrados. Dos volúmenes manuscritos: el primer periódico de los alumnos del colegio que dirigió el maestro Manterola. Periódico manuscrito, que Aguilar y Santillán caligrafiaba y decoraba con las figuras de los barones esclarecidos en los anales de la ciencia. Y en el acta de fundación de la sociedad ?Franklin?, una firma: Jesús Urueta.
Me recreo leyendo: una noticia sobre la invención reciente del teléfono por Edison, que, según decía el periodista, era un invento que de seguro revolucionaría el mundo. Las colaboraciones son deliciosas de contenido: la importancia del baño, las experiencias de Torricelli, la semblanza del abate Clavijero, cronología de sucesos históricos, todo lo que da color y emoción a las revistas que en el siglo pasado fueron la delicia de los lectores que por el ojo de la llave atisbaban hacia el más allá, cuando había ya la preocupación ?que hoy se está haciendo realidad? de hacer posible, por el radio, la televisión, el análisis de la fotósfera, el retorno sentimental al éter platónico del cual somos tránsfugas?
Don Rafael me da noticias de cómo la Sociedad ?Franklin? pasó a ser la Sociedad ?Alzate?. En aquel tiempo él trabajaba en el Observatorio meteorológico, y obtuvo cierto apoyo pecuniario, modestísimo, para la publicación del primer trabajo. Piedra a piedra, fue forjando el edificio que ya es decoro de la vida científica, las célebres ?Memorias? de la ?Alzate?. Y a pesar del tiempo, de las imposibilidades, él ha hecho posible la casa de cincuenta pisos para las ideas.
¿Y la patria se lo ha demandado? ¿Se lo ha premiado?
Me vuelve a ver con un risueño desconsuelo. Pues nadie como él tiene la convicción de que la ha servido con las potencias del alma, entregado íntegramente a la labor cotidiana, sin más estímulo que la propia satisfacción.
?Sí, estoy satisfecho de lo que he podido hacer?exclama, dirigiendo una mirada en torno hacia la biblioteca, que es su mejor estatua, el fruto perfecto de su vida.
Y ya para concluir mi charla, porque él está corrigiendo unas pruebas de imprenta y el tiempo sí es oro para él -oro de luz viva, oro de paz clara-, le invito a que me cuente uno de esos sucedidos que sean resumen de historia, apología y desagravio.
-Una vez, no me acuerdo el año, con motivo de una sesión solemne que iba a tener la ?Alzate?, en el edificio del Volador, alquilé trescientas sillas. Como no trabajábamos a la mañana del día siguiente, el dueño fue por ellas en la tarde a reclamar, airado por la tardanza, que le hacía perjuicio. Y me amenazó con algo espantoso. Por más razones que le dí, el hombre seguía alborotado. Renuncié a cualquiera responsabilidad, y entonces me dijo: ?Muy bien, como usted nada tiene que ver en este asunto, a quien voy a embargar es a ese señor Antonio Alzate?.
Mediodía de paz, de alta luz clara. Me despido de don Rafael y le veo sobre la frente algo seguro, eso que llevan los santos: una aureola.
Publicado en ?Revista de Revistas? el 21 de agosto de 1932.