DÍEZ-CANEDO EN LA ALEGRÍA DE MÉXICO
Diálogo con ENRIQUE DÍEZ-CANEDO Cuando llegamos ante don Enrique Díez-Canedo en el vestíbulo sosegado del ?Ritz?, ya él nos está esperando. Y sale a nuestro encuentro, vestido con la alegría de México, estrenando una sonrisa de altiplanicie, que, sin preámbulos, sin circunloquios, nos pone frente al viejo amigo con quien siempre hemos sostenido un largo y efusivo diálogo. Miguel Lira le lleva un ejemplar de ?La Guayaba?, su primer libro de versos, suntuosamente empastado por un paliacate amarillo y negro, viva México, Tlaxcala es la tierra del pan, etc., etc.
Díez-Canedo, ya me lo habían dicho, detrás de una aparente hurañez disimula, por elegancia espiritual, el fino ambiente que le es atmósfera luminosa en los momentos en que se salen a los labios sus clásicos antiguos y modernos, su poesía pura, mirar y hablar apacibles.
¿A qué las presentaciones? Basta el saludo entre gentes que ya se conocen. El saludo y la sonrisa. Y luego el ir y venir de la conversación, fluída, como quien va sobre terrenos en que cada flor es una novedad y cada hilo de agua un hallazgo. Lo más desagradable entre escritores, apenas se encuentran, es hablar de literatura. Por eso comenzamos hablando de otras cosas: de las gentes que pasan, del paliacate pintoresco que pronto nos hace pensar en ciertas telas que las mujeres del pueblo llevan en España o en Portugal. Y los gitanos, mejor dicho, las gitanas, se improvisan airosamente, con esos pañuelos sonoros de color, algo así como una corona de reyes errantes.
?¿Conocía usted ya los ?Epigramas americanos?? ? me pregunta, alargándome un ejemplar.
Le recuerdo que ya me lo había enviado, no sé dónde, ni cuando, ni eso importa, porque los epigramas son sin fecha siempre, especialmente éstos, que llevan paisajes, luces señeras, almas. Y entonces él pone la dedicatoria para Lira, exquisita dedicatoria, y aquí debía de terminar la entrevista, sino es que tenemos que hablarle de otras cosas, que serle, que serle un poco impertinentes, que aprovechar bien la media hora, la hora entera, quien sabe cuanto tiempo, el que él benévolamente quiera brindarnos. Porque Díez-Canedo, esclavo del tiempo, doctor del epigrama y de la luz en la meseta íntima, sabe despotizar el tiempo, reducirlo a partes alícuotas, tasarlo con la prodigalidad de quien conoce el valor del segundo que se haga interpretación, que se enciende en perpetuas ferias de la inteligencia.
La dedicatoria para Lira dice: ?En esta alegría de México?. Estas palabras epigramáticas, que son acaso el primero y el mejor juicio que Díez-Canedo ha formulado sobre esta tierra en que él tiene tan lejanas raíces y desde hoy en ellas se queda para siempre; estas palabras tienen toda la pura intención de quien comienza a descansar el alma sobre el paisaje mexicano, más que al aparente, el confidencial, el que solo se puede percibir y gozar después de largas andanzas por libros, por cristales de intuición, por presagios. Díez-Canedo sabe muy bien fijar los ojos después de haber apaciguado las emociones, hablar poco después de haber oído mucho.
¿Cuál pregunta primero? Se van atropellando. Y es que él también quiere preguntar. Es que él ante todo es periodista, ?periodista de ideas, para usar el término de Alfonso Reyes? y com tal no se resigna a no entrevistar. Periodista de lecturas hondas, que se pega a la realidad circunstante con un deseo asiduo de saber.
¿Cómo se siente?
Pues la alusión a los tantos miles de pies sobre el nivel del mar, Díez-Canedo nos explica que se siente tan bien en México, que esa mañana, después de despertar, volvió a dormirse. Y con un epíteto extraordinariamente superlativo, subraya:
-Era muy tempranísimo.
Y entrecierra los ojos, afinando sus visiones de Cuernavaca, de Teotihuacán. Una pirámide, un palacio. Y luego la fastuosa visión nocturna que tuvo la misma noche de su llegada, al salir por esas calles y de pronto encontrarse en la Plaza Mayor, ¡que maravilla! Le acompañaban gentiles padrinos, don Enrique González Martínez, Enrique González Rojo y Artemio del Valle.
Lástima que haya llegado tan de prisa, porque no podrá conocer todo lo que México tiene que mostrarle. Pero debe volver a España, urgido por reiterados deberes de cátedra, de periodismo.
Tenemos intensa curiosidad ?le digo, al unísono con Lira? por su conferencia sobre ?Poesía, poesía pura?.
Y viene a cuento el tema del nacionalismo, enfrentado a los valores literarios universales, que han dado motivo a reciente polémica.
-Esto del nacionalismo tiene muchos aspectos- responde, dando a entender que el sólo tema de cesa conferencia, ya descubre la intención.
Ya conocerá, por supuesto, la carta ?A vuelta de correo? en que Alfonso Reyes contesta a una querella de Héctor Pérez Martínez.
Le explicamos porque no la conoce, la querella. Y su comentario no se hace esperar:
-Pérez Martínez se equivocó, y esto que me parece uno de los jóvenes escritores mejor enterados. Pero se equivocó, porque Alfonso Reyes es más mexicano cada día. Y la verdad es que la mitad del conocimiento de México, no sólo en España, sino en Europa, en Sudamérica, lo deben a Alfonso. Su revista ?Monterrey?, sus informaciones, sus conferencias, todo eso le ha permitido ser la voz más clara de México. ¿Y qué hay de literatura por acá? ¿Qué me cuentan ustedes?
El grupo que llaman de los ?Ulises? por una parte; y por la otra los de ?Contemporáneos?. Y los de ?Barandal?. Pero al marcharse Estrada dejó de salir la segunda. Y ahora hay una revista, ?Exámen?, de Jorge Cuesta.
-Sí, como no. Esta última ya la conozco.
Y ?Héroe? ?indaga Lira? ¿sigue saliendo después del cuarto número?
Díez-Canedo, que evidentemente ya no nos cabe duda, está más enterado de lo que pasa -América que en España, se sorprende al saber la noticia, pues sólo conocía el primer número. En la conversación se imponen estos nombres: Altolaguirre, Marichalar, los críticos de ?El Sol? Eugenio Montes y Mourland.
¿Por qué no apareció Antonio Espina en la antología de Gerardo de Diego?
-Parece que hay asuntos personales. No lo sé bien. Nada, que Espina le hizo alguna travesura a De Diego.
-No lo sabía. Tengo que visitar algunas librerías para llevarme cosas de México que hacen falta en Madrid. El otro día compré en un zaguán ?¡que interesantes librerías en los zaguanes de México!? un ejemplar de obra de don Manuel de Gorostiza, que me va a servir mucho para mis investigaciones sobre el teatro. El anticuario García me proporcionó ya una de las obras de don Francisco Pimentel. ¿Todavía Pimentel tiene algo bueno que aprovecharle, después de lo que le extrajo Menéndez y Pelayo?
Y todo lo va diciendo con una limpieza de alma de cristal, de cristal que luce hadta el fondo, el grande, el noble don Enrique. Y habla con el apresuramiento de quien tiene que decir muchas cosas, comedidamente sin gastar más que la necesaria ironía, amigo de sus amigos, maestro, camarada. Esto, exactamente esto, sentimos cerca de Díez-Canedo: la presencia de un camarada que se preocupa más por preguntar, sin inútil modestia, sin poses, tal como es, y como lo presentíamos.
-¿Y que es de don Mariano Azuela?
Esté seguro que pronto vendrá a verle. Le va a gustar conocer a don Mariano. Es una persona que irradia simpatía, un encanto de persona.
-Ortega ha dicho erróneamente que yo descubrí a Azuela en Madrid sólo por un artículo que escribí para comentar ?Los de Abajo?, y la verdad es que lo conocí por Ortega.
?Azuela?puntualizando Lira? es de Lagos de Moreno, donde está González León. Y Ramón López Velarde?
-¡Que bella sinfonía ?La Suave Patria?! -dice Díez-Canedo.
Y Lira se apresura a decir:
-Lo cierto es que después de López Velarde no hemos tenido un poeta que surja de veras.
-Sí, López Velarde era un poeta puro.
Por eso nos interesa, vuelvo a repetirlo, el tema de la última conferencia que usted nos va a dar.
Salta, de aquí para allá el recuerdo de García Lorca, el poeta gitano, el hombre más mentiroso de Madrid, que, con la complicidad de Ortega, tuvo la reciente humorada de corrernos la broma de que estaba en México, de incógnito, en la casa de un rico español, y que lo habían visto, entre otros Nellie Campobello, en un baile, en el Country Club. En fin, una maravilla de leyenda que deleitaría a don Ramón de Valle Inclán, que es otro de los mentirosos más exquisitos.
-¿García Lorca gitano?
-El así lo dice, aunque yo conozco a sus padres.
Torna Valle Inclán a la conversación. Y Díez-Canedo nos habla de don Manuel Azaña, con quien son tan amigos.
¿De dónde es Azaña?
-De Alcalá de Henares, de donde ?no? era el Cardenal Cisneros, dice don Enrique, irradiando una sonrisa.
A poco llegan Salvador Azuela y Manuel Moreno Sánchez, deseosos de saludar al maestro. Presentaciones. Preguntas. La conversación reverbera. Los nuevos temas la enriquecen. Pero el tema político de España no logra interesar a Díez-Canedo; mejor dicho, la política militante. Yo le pregunto por qué no aspira, siquiera a ser diputado. ¿Para qué? Apenas hay tiempo para las colaboraciones imperativas, las conferencias, las lecturas.
Debe usted estar asediado por tantas invitaciones a comer.
-Asediado no, porque eso sería tanto como padecer sed y hambre y justamente pasa todo lo contrario?
Airosa respuesta la de don Enrique, deshaciéndose en cortesía para todos sus anfitriones. Querríamos seguir charlando con él, hasta que se encendieran las luces vespertinas en las lámparas del ?Ritz?. No se siente resbalar el tiempo con un interlocutor de tan deliciosa donosura para el comentario. Pero tiene que salir de un momento a otro, porque el doctor Perrín viene por él. Nos despedimos. No hay remedio. Hemos de seguir hablando con Díez-Canedo, a distancia, a control remoto, sobre tantos asuntos que son poesía pura. Hemos de seguir hablando. No nos despedimos. Amigo don Enrique, sigamos en la alegría de México, viéndolo a usted contra la luz de España.
Publicado en ?Revista de Revistas? el 11 de septiembre de 1932.