SALAVERRÍA EN BUSCA DE LOS TEOCALLIS
Diálogo con JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA He venido a ver los teocalis del México legendario me dice Salaverría, como saliendo del sueño de aquel marihuano que jamás perdió la memoria, don Bernal Díaz del Castillo, el primer profesor que trajo a este país el Instituto Hispano-Mexicano de Intercambió Universitario...
Y su voz adquirió entre las piedras de la casona del Conde de Santiago, una resonancia solemne, la misma emoción que estrangulaba gritos en la garganta de los aventureros brillantes.
-Un brillante aventurero, un aristócrata, un hombre, Bolívar-, subraya, mientras iniciamos el recorrido por la gran ciudad de México. Una visita dé pausas, tomando alientos, porque la historia nos atropella. Sobre todo, la del siglo XVIII, que fué la que más cuajó realidades en México.
¿Los teocalis?
Y Salaverría no se conforma con ver, sino que tiene que palpar. La Nueva España le sale al encuentro, tremolando hazañas, entre la luz de la meseta que hizo el milagro de ver en la ciudad acuática, superpuesta la otra colmena de arquitectura, que no desdeñó rumorear frente al agua. Por eso comenzamos, para que la evocación sea perfecta, en la Plaza del Colegio de Niñas, que de tan a la vista de todos parece escondidita en lo más denso de la colmena, con su reloj, su crucero Capuchinas-Bolívar y la rama verde que la ilustre cofradía de loe "boleros" hace que esté pintada siempre para que se vea que no sólo los zapatos lo están...
Cuando llegamos a la calle de Bolívar, Salaverría desea entrar a la casa de la Marquesa de Uluapa, en donde al joven de Caracas lo recibieron en 1799 con "guásimo" de Tabasco y unas butifarras de maravilla. Las señoritas Sala acuden a recibirnos, con la sencillez tradicional con que en esa casa se recibe.
Sala, Salaverría-digo emparentando mis amigos.
-Somos muchos los Salas-comenta Salaverría-. Y los tenemos hasta en Francia.
Y al salir:
-Este es el tipo de las casas siglo XVII en que por fuera había silencio, y mucha vida adentro. Es la casa grecorromana en que las mujeres y los esclavos podían prescindir de la calle... He encontrado casas como ésta en Buenos Aires, en Caracas. Los conquistadores implantaron esta cómoda y práctica vivienda en las Indias.
Y de nuevo a la calle. Vamos hacia el Hospital de Jesús, no sin antes detenernos ante la casa en que estuvo la primera oficina telegráfica, don Juan de la Granja y Dios mediante.Más allá el convento de San Agustín y a poco andar la Cerrada de Jesús. Ya estamos junto al Hospital.
Aquí está la tumba de Cortés.
Salaverría me pregunta ansiosamente que en dónde está.
-Aquí, en la iglesia o en el hospital; pero es aquí. Lo dicen dos o tres personas que saben el punto exacto bajo secreto de confesión.
Hemos encontrado en el camino a José López Rey y Orestes Figueredo, delegados al Congreso Iberoamericano de Estudiantes, de modo que los comentarios estaban a la altura de los acontecimientos. En cuanto les muestro la casona de los Condes de Santiago de Calimaya, Salaverría y López Rey exclaman al unísono:
-Siglo XVIII.
Y no había más que ver la fecha que está metida en lo alto. Luego el ángulo con la cabeza de Quetzalcóatl, la puerta monumental.
Aquí tiene la huella de los teocalis, le digo, enseñando la serpiente.
-Lagarto-exclama alguien.
-Y luego, todo lo que esta calle sabe, desde los tiempos de la gentilidad. Esta sí que es una de esas calles que andan para arriba y para abajo.
El patio, que gran patio, y luego los arcos volados, la sencillez de buen gusto que irradia en toda la casona. El siglo XVIII, definitivamente, fue un gran siglo. Lo asegura también desde la fuente, esa sirena con su guitarrita, y hasta las gárgolas risueñas de erudición.
Así que terminamos la visita nos vamos hacia la Merced, para ver el mercado, el glorioso claustro del convento. Quedo a solas con Salaverría, porque nuestros compañeros inesperados se han hundido en el bullicio de la ciudad. El siglo XVII de la arquitectura mexicana sale a recibirnos con sus esplendores ornamentales y autóctonos. Salaverría se ha quedado en éxtasis ante la imaginación indígena que, a pesar de la técnica europea, pudo revestir de cosas espléndidas y originales todos los vanos de la construcción mercedaria. Y comienza a tomar apuntes.
-¿Pero que le diré de México? Esto es lo que ya presentía. Esto, justamente esto?
Subimos a la terraza para dominar el panorama florecido de torres y de cúpulas. Aquí Loreto, Allá Balvanera, más allá Santa Teresa. Y abajo, por el filo de la calle, las frutas de color, como saliendo de cornucopias.
-Yo soy idólatra del trópico- exclama.
Y me lo dice como queriendo ir a la calle a tocar las frutas que más hieren sus pupilas de español andariego. Ahora me explico por qué el tacto es el sentido que más lo encadena, a pesar de sus nervios frágiles. Salaverría está sordo y su paladar en castigo de dieta.
-Cuídese mucho en México-le recomendó en España el Ministro González Martínez-, porque aquellas comidas no solo son peligrosas sino pintorescas.
Y yo que quería convidarlo a un mole poblano de esos para chuparse los dedos o cuando menos a un "mole de olla" que no habría desdeñado el mercedario Padre Talamantes en la "olla" de San Juan de Ulúa.
Volvemos a su hotel. Pero antes le debo enseñar el Colegio de las Vizcaínas, que todo vasco debe conocer. La sorpresa es total. Por un momento evoca algo parecido a este barroco. Y él, que ha escrito una biografía de Ignacio de Loyola, no puede menos que reverenciar a los bravos coterráneos que unieron para siempre sus nombres a la calidad espiritual de la fábrica formidable.
Vamos ahora -le digo- aquí a la vuelta, para que vea trabajar en su humilde taller al orfebre Lorenzo Rafael Gómez y sus padres.
Y nos reciben con una alegría entrañable. Y nos muestran las últimas joyas salidas de esas manos mortales. Retratos y filigranas. Y aquí y allá San Francisco de Asís, Don Quijote, Pedro de Gante, eternamente puros, proclamando que por la Raza vivirá el Espíritu.
Publicado en "Revista de Revistas" el 18 de enero de 1931.