EL PENÚLTIMO CORTA CABEZAS
Diálogo con GREGORIO FERRERA Cómo conocí al general Ferrera, el peligroso cabecilla centroamericano, es lo que me propongo contar. A propósito del último acto de su drama, en el que ha muerto de muerte natural, se han volcado los adjetivos feroces y las palabras tiernas. La verdad es que ha sido uno de los azotes que ha sufrido aquella pobre tierra, y que, a pesar de las esperanzas de quienes lo han llamado "el último cacique" los hechos puede poner al desnudo, muy pronto, la equivocación. Pues la tristeza infunde la reciente hemorragia de Honduras, a quienes creíamos que con entrega pacífica del poder, acto heroico de paz, Baraona, el libro rojo de aquella historia, quedaba cerrado para siempre.
No se le daba casa al indio bochinchero y ya se hablaba de que había reventado varios capullos de presidenciables que, sin capacidad ni para gobernar en su casa, quieren empuñar las riendas -esto de las riendas es algo muy gráfico del poder público-.
Porque, ¿quién era Ferrera hace dos décadas? Los que lo conocieron de tenedor de libros en un banco de El Salvador, se han asombrado al saber las hazañas del indio. Hace pocos días que de esto conversaba con Felipe Molina Darios, quien enganchó en 1907 para la invasión por Nicaragua, iniciándolo en los ritos de la barbarie, y me decía que apenas se puede creer lo que las informaciones cablegráficas han asegurado sobre las peripecias del cabecilla.
Voy a complacer de nuevo con el relato, a quienes lo escucharon en Washington, temerosos de que el indio llegara a ser factótum, alguna vez en Honduras. Puede resignarse a que no se hayan cristalizado esos temores el tinterillo que en la ciudad más aseada del mundo hace gala de su mugre mental. Ferrara se ha callado y el futuro Canciller de Honduras, que ni a espanta moscas llegaría si en aquel país cada quien estuviera en el sitio que le corresponde, pude ver desviada la fecha de la venganza que era para mí, hacia el azul de los pinares, en donde acaba de zumbar la muerte.
Sucede que la prensa continental había hablado mucho de Ferrera cuando aquel sitio en Tegucigalpa, del que se dijo que también los cerdos habían comido cadáveres y yo me resistía a creerlo, hasta que me llegó carta familiar que aún me espeluzna. He conocido algunas fieras de levita traslapada -¿todavía se usa don Ernesto? -Y mi oficio de periodista se inició justamente cuando entrevisté hace ya veinte años al general Domingo Vázquez en esta ciudad: un hombrecillo sin apariencia, vestido de negro pulquérrimo, con el estallido de un clavel en la solapa.
Ferrera iba a desconcertarme también. Nuestra entrevista fue en la casa de Porfirio Hernández quien lo tenía alojado aquí poco después de que Tosta lo había desalojado de la natal casona. Me encontró Porfirio y
-¿sabes quién está en México? -Me dijo.
-¿Quién?
-Se lo diré si me prometes guardar el secreto. No quiero que se sepa y serás el único que lo veía.
-Ferrera.
Creía que mi amigo estaba gastando chungas. Pero era posible dado el tono con que insistía para darle la noticia.
-Ve a la noche, las diez cuando salgas de EXELSIOR, y que lo presentaré.
Ni para qué decir que casi tuve un vahido, tanta era mi curiosidad. Ese amable vahido que los periodistas tienen cuando hay un barco en la bahía. Me zumbaban los recuerdos: centenares de cadáveres. 75 días de sitio, muchos amigos inolvidables a que ya no he de ver. La cita era puntual y cotejando mí hora con la del Reloj de Bucareli, llame a la puerta. Un indito sin importancia la abrió. Salud de preguntando por Porfirio.
-Pase usted, que lo esperan -repuso el indizuelo.
Como que Porfirio estaba en trance de arrepentirse. Pero luego exclamó:
-General, venga que lo voy a presentar con un paisano.
Cuál fue mi sorpresa al tenerlo frente a frente, al mismo que acababa de abrir la puerta, al mismo que había dado tanto que decir a los cabalistas del ministerio. Se me antojaba que aquello era un truco más de mis aventuras de cazador de sorpresas. Pero no, aún que Porfirio es humorista, a veces habla en serio, mejor dicho siempre habla en serio.
La conversación no recuerdo cómo empezó. Una conversación runruneante, que se resbalaba de aquí para allá, temerosa de que las paredes oyeran. Pero ¿es que aquél era Ferrera?.
-Gregorio Ferrera para servir a usted. Ya me había hablado de usted el amigo "Fígaro".
Confieso que me quedé viéndole de hito en hito, yo, que no creo en exactitud el sistema métrico lo lombrosiano. Acaso porque el hombre estaba fuera de su atmósfera, como los gallos de pelea fuera de su patio. Nada merecía su insignificante apariencia.
-General. ¿Y cómo ha venido a dar hasta México?
-El hombre contestaba con evasivas llevando la conversación hacia donde la sentía muy a su gusto. Yo me puse cóncavo para oírle. Imposible reconstruir ahora sus palabras, porque la taquigrafía pudo haber sido contraproducente y su relato se iba movilizando con la rapidez que entre aquellas montañas del trópico supo dar a sus guerrillas. ¡Qué película hizo pasar a mi vista! De la costa a la sierra y de la sierra a los valles y luego salpicando la narración con epítetos que denunciaban que no había olvidado aún su teneduría de libros.
-Aquella vez no invadí, porque le faltaban unas unidades? Esa batalla quedó en el haber de don Vicente.
Vibraron varios nombres: don Policarpo, don Juan Ángel, don Fausto, don Tiburcio. Ni un elogio ni una queja al mencionarlos. De súbito se le telescopiaron los recuerdos. Hablamos de cuando era Ministro de Guerra, y?.
-Si no me salgo de Tegucigalpa, amigo, no estaría contando el cuento. Pues como iba diciendo, aquella vez lo que le faltó fue encontrar al hombre. Eso es lo que se necesita en Honduras amigo. Porque yo no, ¿sabe?, Yo no quiero ser Presidente. Mis ideales son otros. Pues cómo le iba diciendo, el Ministro americano llegó a verme a mi cuartel. Pero esta es una cuenta por partida doble, y yo ya la tengo asentada?
La única queja que yo y fue de que no le querían dejar en paz, y que lo único que pedía para volver a su tierra, eran garantías.
-Eso es todo amigo. ¿Cuándo tendremos garantías?
Yo le veía fijamente sin poder sacar nada en limpio de aquella paz callada que parecía muerta y que en los retratos a la que más se parecía es a la del coyote, hasta en los ojillos, en la malicia. Era más de media noche cuando me despedí.
Pasaron varios días. Por ser fiel a mi promesa, yo no daba la noticia de que Ferrara había llegado. Pero un domingo, estando floja la primera plana de EXCELSIOR, Gonzalo Espinosa me pregunto si tenía algo en cartera.
-Si -le dije-. No lo va a creer. Aquí está Ferrera. Me lo ha presentado "Fígaro" Vamos a romper el silencio. Ya ve que yo también descubrí la llegada de Sacasa. Pues que se venga el mundo encima?
Y dimos la noticia, complementándola como era necesario. Y al día siguiente se habló de Ferrara en la página editorial qué fue lo que provocó su enojo, como se ve por la carta que me envió y que transcribo:
"México, febrero tres de 1927. Señor don Rafael Heliodoro Valle. Ciudad. Muy señor mío: En el número 3,606 y siguiente de EXCELSIOR, correspondiente al 31 enero anterior y 1° del actual, aparecen dos articulitos que hacen referencia a mi persona. No es un producto clasificar el estilo en que fueron escritos o pensados, sino manifestarle usted que no debieron publicarse, porque no he querido ni quiero por ese medio, facilitar al espionaje de mi patria el lugar de mi residencia, y menos que alguno de mis paisanos no vinculado con los malvados que ahora mandan en Honduras, lance a los cuatro vientos el grito: ¡Aquí esta! De modo que le suplico muy encarecidamente, interponerse y gestionar con los redactores de EXCÉLSIOR para que no se hagan más alusiones a mi persona en ese acreditado periódico".
"Además, toda publicación que a mí se refiera en ese diario creeré que es usted su autor y variará mi criterio respecto a usted.
"Soy su atento. S. S., G. FERRERA. Bucareli 68"
"Fígaro" me dijo pocos días después:
-Ferrera está muy enojado contigo.
-No me digas.
A poco se ausentó Ferrera, quien sabe para dónde. Supe que Gómez Romero, desde la Habana, lo había invitado a un duelo original: que salieran al mismo tiempo a batirse en el punto donde se encontraran. No volví a verle más.
Publicado en "Revista de Revistas" en agosto de 1931.