GONZÁLEZ GUZMÁN EN SU LABORATORIO
Diálogo con IGNACIO GONZÁLEZ GUZMÁNGONZÁLEZ GUZMÁN EN SU LABORATORIO
-Los caminos, señalar los caminos, ¿no cree usted que es eso lo más importante para el investigador científico? Encontrar un camino es, quizá, más difícil que precisar un fenómeno. El mundo es de los que orientan y no hay más alto premio, ni más limpia satisfacción, que la de darse un estímulo encontrando una ruta. La belleza de la ciencia está en servir.
¿Quién habla así, con tan moderada voz, seguro de su designio, sin retórica en su modestia? Habla González Guzmán, gloria joven de México, ejemplo de los jóvenes que tiene humildes orígenes y luminosos destinos. Me confiere el honor de un paréntesis de sus ocupaciones múltiples -pues uno de los hombres más atareados, uno de esos para quienes el día se excede a sí mismo, se supera en sus veinticuatro horas- y he unido mis felicitaciones por ese Premio Nacional de Ciencias que no hace más que subrayar la heroicidad de una vida de sacrificio y de pasión por los problemas de la Biología pura, la impertinencia de mis preguntas que han ido a hurtarle un tiempo precioso en su laboratorio.
Lo que más me cautiva en él es su sencillez orgullosa, esa manera de hablar sin reticencias, sin gesticulaciones, como si la figura -ya revestida de su propio resplandor- se animase en un aire delgado, sensitivo, porque la maquinaria humana que pone en conmoción el motor de espíritu, de simpatía generosa, ha de aprender la disciplina del ejercicio cotidiano en que se suman la postura inmóvil, atenta, frente al microscopio, en el acecho de muchedumbres de formas, y la pertinaz duda que al hombre de ciencia envuelve en la niebla que todo enigma le propone. Al ver a Ignacio González Guzmán en la quietud diáfana -atmósfera de nido, temperatura del sueño- rodeado de sus esquemas, de sus libros sagrados, de sus cristales en continuo afán, de sus líquidos y sus retículas, me lo he imaginado sumergido en la transparencia de un insomnio más allá del tiempo, vengándose del tiempo con lo que éste tiene de rabioso: la admiración por los universos ilímites que flotan en lo escondido y lo callado y que se revuelven en metamorfosis y supervivencias que el ojo colora con la certidumbre del atisbo?
Estudios nucleolares: dos palabras para dominar la obra que le acaba de ser premiada con plácemes de todos los que reconocen en el joven sabio -que ya en Europa es también reconocido por quienes ahondan en problemas que él ahonda, y hay testimonios en ensayos y libros que enriquecen su bibliografía- nobilisimas calidades que en más de diez años de laboratorio, desde antes de que cerrara el ciclo de sus estudios para doctorarse, definen categóricamente su personalidad señalándole una categoría específica entre los pocos que en México pueden ser citados como indicios de una alba nueva: la ciencia mexicana. Y aquí cabe tributar rendimiento a quienes se llaman Ernesto Cervera, Eliseo Ramírez, Fernando Ocaranza, José Joaquín Izquierdo, Isaac Ochoterena, Ignacio Chávez, y, entre los fundadores de la Sociedad Mexicana de Biología, a uno de los discípulos de Ramón y Cajal, el doctor Perrin.
-Mi libro, que ha tenido la fortuna de triunfar en un certamen que viene a comprometerme con su estímulo, forma parte de una serie de veinte que irán apareciendo a medida que me sea posible. Ya tengo planeados el segundo y el tercero.
¿Acomete usted algún problema especial que se relaciona con México?
-No podría decir eso, porque estos estudios son de Biología pura. Interesarán por lo mismo, a quienes a otros estudios se dedican.
Pero ¿usted continúa haciendo indagaciones sobre la tuberculosis?
-En los últimos años me ha preocupado hacer algunas aportaciones al conocimiento de la Biología celular particularmente nucleolar.
Y mientras hojeo el último número de la "Revista Mexicana de Biología" que publica en su calidad de secretario perpetuo de la institución a que sirve de órgano, paseo mi curiosidad por el cedulario que informa cuáles son las monografías que ha preparado desde 1922, cuando escribió sobre la hematología de la lepra y poco después sobre el origen de algunas células sanguíneas, que fue el tema de su tesis recepcional. Pasan de 150 sus escritos y tiene razón de estar ufano a continuar sin tregua, con alegría cabal, la gran tarea que le absorbe y que, sin embargo, le permite atender a sus pacientes y oir las preguntas de médicos que fueron sus discípulos y a quienes desde 1924 a la fecha ha prestado el eminente servicio de colaborar con ellos en la preparación de sus tesis: estudios de la imagen núcleolar y linfocitaria en la tuberculosis, la sífilis, la lepra; y luego estudios de los nucléolos en las células cancerosas, formulando así una hipótesis para explicar el mecanismo de producción del cáncer.
-La tuberculosis es uno de los látigos más crueles que sufre el pueblo mexicano -me dice con la autoridad que le da su laboratorio y la misión que tiene en el Departamento de Salubridad Pública- Mejor no hablemos de esto porque es aterrador. La estadística es contundente. Hay zonas como la de Tampico a Veracruz, que en el mapa de la geografía médica están atormentadas.
Cuando provoco sus informes respecto a las enfermedades tropicales, me anticipa un propósito que tiende a resolverse en realidad: la creación de un instituto que como el de Hamburgo, se encare con los problemas que la onchocercosis, el mal del pinto, la uncinariasis han ido complicando en tierras desamparadas, en que hasta el dolor es fértil.
-Sí, el doctor Robles ha hecho estudios fundamentales sobre la onchocercosis. A mí me ha interesado mucho el mal del pinto.
A González Guzmán se deben, en los últimos cinco años, estudios de los nucléolos en las células de tejidos normales o enfermos, así como el desarrollo de técnicas precisas para los estudios núcleolares. Y desde 1922 le ha traído, sin que se le calme la avidez de saber, todo lo que atañe a la morfología y enfermedades de la sangre.
Pero ¿no cree usted que lo más importante para el investigador es señalar caminos más que encontrar hechos? Porque señalar caminos, orientar, es un estímulo para todos los que estudiamos y queremos servir. La técnica es una expresión vigorosa del espíritu.
Por eso los investigadores alemanes?
-Los alemanes, dice usted bien, hacen hoy más que los franceses. Sus investigaciones son más serias, más formales.
Hacen trabajos compactos.
-Compactos, esa es la palabra. Está bien.
Mi amigo el doctor Beyer, el arqueólogo que tanto se preocupa en descifrar los jeroglíficos mayas, toma un jeroglífico y en torno de él construye un libro. ¿Y cuándo vuelve usted a su cátedra, a sus cátedras, en la Facultad de Medicina?
-He prometido regresar este año. La Embriología, la Fisiología General, siguen siendo mis preferencias. Volveré. No he perdido el contacto con mis discípulos pues he seguido colaborando con ellos.
¡Un texto, un libro de texto!
-La didáctica tiene una magnífica utilidad. Pero no es ella mi campo. Lo que me falta es tiempo.
¿El tiempo existe?
-La biología no puede dejar de considerarlo. Hay que tener el valor de sentirlo latir junto a nosotros en cada asombro que nos asalta cuando estamos más con nosotros mismos, entregados a un tema, siguiendo la huella de una forma, el paso de un matiz.
Ahora me explico la fruición con que en la tertulia de un café, donde asiduamente se congregan González Guzmán y varios de sus amigos, tarde a tarde, hacía en mi presencia el comentario al último libro del gran poeta León Felipe. Y es que para el hombre de ciencia no es posible permanecer lo hábil de un día en la consulta de la clínica, en la conferencia de cátedra, en la estática actitud de laboratorio, sin restablecer el equilibrio de la higiene mental dejando que la emoción estética sea una evasión. El doctor que no es médico, que sólo ve en su clínica una máquina para hacer dinero, que carece de imaginación para transportarse a las mesetas absurdas -las que están más allá del fenómeno- no es más que un frívolo incapaz de sentir las oscilaciones de la dicha inefable.
Una de esas vidas que se nutren de amor y de esencias de la ilusión -un hombre que logra equilibrar los compromisos ineludibles del estudio con los deleites que sólo disfruta la fina sensibilidad- tal se me presenta Ignacio González Guzmán, en la plenitud de su triunfo, cuando ya no se pertenece, sino que -a la manera del monje magro que en su celda que no es para la vacua contemplación sino para el ejercicio de la actividad organizada- se da cuenta perfecta de que la rosa del mediodía está obligada a henchirse de todas las sabias fragancias del cenit.
Y mientras hemos conversado en el regocijo de la noche vecina, ya que en el aposento que le sirve de horizonte para sus escapatorias hacia mundos incognoscibles ha entrado de súbito esa calma que es tan propicia para la intimidad con el recuerdo, porque es víspera de fiestas diurnas en que el corazón acelera su péndulo, suena estremecida de felicidad la voz materna discretísima, interviniendo en la conversación sin poder disimular la alegría que le invade por el triunfo filial. Y, aprovechando la interrupción de alguien que llega en consulta, me confía estas palabras:
-Ha sido el mismo que ven ustedes ahora: terrible para trabajar. Cuando era estudiante en aquellos días tan llenos de dificultades, leía hasta más allá de la una de la mañana, a la luz de una lámpara de petróleo, y yo tenía que levantarme para apagársela. Después, cuando ya tuvimos luz eléctrica, siguió siendo el mismo, el mismo que sigue siendo.
Calló la voz del más puro elogio que González Guzmán ha podido recibir, después de ese triunfo que orgullosa ella comparte, porque ha sido que lo animó en el camino y acaso también se lo señaló, con la alegría de querer y de servir, ya que la investigación señala caminos, pero el amor nos ilumina.
Publicado en "Revista de Revistas" en enero de 1936.