GÓMEZ DE OROZCO ENTRE SUS LIBROS
Diálogo con FEDERICO GÓMEZ DE OROZCO
He visitado al maestro en su morada envidiable de Tizapán, cuando el cielo puro de julio ciñe con su diadema las sienes del Valle de México. Un día fértil de sorpresas, circunscribiendo las alegrías plenarias del verano y dándole al aire radiación de la inteligencia y tonos de cerámica metálica a los simbolismos de la amistad.
Como siempre, cordial, íntegro en su cortesía, haciendo la dádiva de su saber sobre libros exquisitos. El maestro siguiendo costumbre piadosa para sus amigos no ha querido salir de su casa el domingo. Le absorbe la atención los últimos volúmenes que esperan con impaciencia en la mesa de estudio, mientras el heredero ya discute con el asuntos infantiles de la imprenta, de tal o cual grabado, de un nombre que no se sabe si es de militar con mando de tropas en campañas contra los indios o de misionero que pasa cantando hacia lejanías ardientes.
-Tengo el gusto de presentárselo. Es la persona más seria de esta casa. A ver, hijito, salude usted al señor.
Y el gran bibliófilo aprovechando el regocijo único del día que entra en triunfo por los aposentos del caserón que es un recinto de la Santa Sabiduría, me invita a conocer la reciente labor paleográfica que ha emprendido con el tesón invicto que sabe poner -así los monjes que trabajaron con el minio en los libros de horas próceres- en las páginas que se confían a su ojo sagaz para definir una caligrafía, darle vitalidad a un secreto, resucitar un nombre que se había hundido entre la polilla como si fuera un talismán.
-Aquí me tiene usted inspiradísimo con el Cervantes y Salazar que halló Troncoso.
¿El mismo que la señora Nuttall tradujo?
-La copia que sacó el señor Troncoso. Ya verá usted. El Museo Nacional se propone hacer una edición limpia que, naturalmente, llevará las notas del sabio. Por mi parte pienso añadir algunas notas mías por más que esto pueda despertar los comentarios que nunca faltan.
Ya que su biblioteca tiene continuas novedades, me dejó guiar para que me las enseñe. En un anaquel, bien apretadas, luciendo lomos de pergamino o cartapacios de sobria contextura, está la valiosa serie de crónicas religiosas. En otro trecho se reconcentran los calendarios, los incunables, los manuscritos que algún día conoceremos, quién sabe? Y siguen joyas de la mapoteca mexicana, copias de memoriales raros, estampas iluminadas, ediciones príncipes, libros de viajeros y hasta ejemplares que pregonan orgullosamente la magnificencia de los editores de Florencia, Génova, Amsterdam y todas las ciudades encendidas por las siete lámparas de la imprenta. Mi envidia está de plácemes porque al fin ha podido saciar curiosidades que acaso tienen sus raíces en otras vidas. Y me dan ganas de decir al maestro lo que el poeta oriental a su numen: "Tu, que pasas por los jardines, haz que yo escuché tu voz".
Pues quisiera esculpir en un dístico esa invocación mientras Gómez de Orozco siente la plena satisfacción de un guía gentil en un laberinto. Y cuando abre un libro del cual acaso él sea el único poseedor de ejemplar, lo hace con la pausa de quien está catando un vino de hechicería en un refectorio monasterial. Señala un incidente, aclara un texto, explica una clave bibliográfica y se frota las manos para acendrar su íntimo deleite de conocedor.
Yo le pregunto por el libro más raro de su biblioteca. Y el maestro responde con la seguridad de señor feudal que conoce bien sus vasallos y sabe la calidad de sus latifundios. Porque la erudición de Gómez de Orozco es de la misma estirpe de las de don José Toribio de Medina, don G. René Moreno o el doctor Herbert E. Bolton, para quienes las dudas en materia de libros han sido pruebas de agua regia en el oro suntuoso del saber.
-Uno que perteneció a don Fernando Colón y que tiene sellos de la Colombina y anotaciones del propio don Fernando.
¿Y el manuscrito?
-Un tratado de cetrería del Canciller Pedro López de Ayala. ¡Nada menos que del siglo XV! Con lo dicho sabrá usted que poseo un verdadero códice miniado.
Ya me imagino sus preocupaciones delante de esta colección de crónicas religiosas. Ha de tener usted, más de alguna vez, sus pesadillas, como los millonarios?
-Realmente, esta colección es muy completa. En ella tengo unas nueve crónicas inéditas.
La bibliografía se lo demande si usted no nos da a conocer en esquema ese tesoro.
Y atrevidamente, esgrimiendo sutil ansiedad, le pido me hable del número de libros que ha logrado reunir en dos estancias, mientras las prensas siguen dándonos segundas ediciones de aquellas obras que más apetecemos los que no somos bibliófilos.
-Serán unos diez mil volúmenes. Pero?
Habrá que considerar que no los ha reunido usted todos, sino que la tarea viene desde su padre.
-Desde mi abuelo, aquel noble señor que se llamó don Ambrosio Gómez Cortés.
-Sugeriría que ésta fuese también otra Biblioteca Ambrosiana, si usted me lo permite.
Y discurriendo a instancias mías sobre sus antepasados que fueron lectores devotos o bibliófilos que no tuvieron tiempo de consagrarse a la heroica tarea de comentar y escribir, Gómez de Orozco me refiere:
-Por mi abuelo don Ambrosio, estamos emparentados con Hernán Cortés y por mi abuela le diré que somos Carrillo Cano Moctezuma. ¡Mire usted qué coincidencia! También es curioso que otro de mis antepasados, doña Clotilde de Orozco Enríquez de Toledo nos entronque con las familias de Hidalgo y de Iturbide.
Pero usted nada tuvo que ver con el censo de tierras que ha sido abolido a última hora por el Gobierno de México y que ha dejado de pagarse a los descendientes de Moctezuma?
-El abuelo que tenía que ver con ese censo era un hombre muy listo, y, por cierto, que cuando se proclamó la República tuvo el buen cuidado de pedir que le capitalizaran su deuda y le entregaron entonces unas tierras que ahora son las de la Colonia de los Doctores y creo que la Colonia Roma. Una verdadera fortuna, de la cual a mí no me ha tocado ni mínima parte, porque parece que se acabó en manos de abogados y a la sombra de guerras civiles.
¡Los bibliófilos tienen tantas sorpresas! Deben tener también muchos sueños?
-Verá usted. El hallazgo más inolvidable que he podido realizar en mi vida es ese del libro que fue de don Fernando Colón. Lo compré en una bicoca. ¡Maravillosos tiempos! La historia del hallazgo no puede ser más peregrina. Ha de creerme usted que cuando me pongo a pensar en un libro, a veces un libro que me falta o que sólo conozco por referencias, el libro viene a mí. Puede pasar un año, dos, hasta seis pero el libro aparece. Es un fenómeno de la intuición. Usted debe haber conocido Papá Rivas. Pues una vez que lo visité me enseñó un libro sobre los judíos en Sudamérica, en el cual se probaba que los peruanos eran descendientes de los judíos. Estaba yo muy intrigado por obtener aquel ejemplar y Papá Rivas ni siquiera quiso prestármelo. Andando el tiempo murió mi amigo y su biblioteca fue a parar a manos de algunos libreros. Llegué, pregunté, inquirí; todo inútil. De pronto, en un montón de papeles insignificantes estaba el libro, que pude adquirir de la familia al precio insólito de cincuenta centavos. ¡Que quiere usted que hagamos!
Falta que usted tenga una imprenta propia, y en casa, y dirigida por usted, como Medina o don Joaquín.
-Tiene usted razón. Don Joaquín García Icazbalceta y don Toribio Medina son los bibliófilos que más admiro, sin olvidarme por eso de don José María de Agreda. El día que yo tuviera una imprenta, haría grandes cosas.
¿Por ejemplo?
-Pues imprimiría sencillamente, la Historia de la Conquista, por Sahagún, con las adiciones de relatos de indios que asistieron a ella y de los cuales tengo algunos buenos fragmentos.
¿El original en Florencia?
-Y sabido es que no se ha publicado cómo se debe porque la que editó don Carlos María de Bustamante no es sino fragmentaria, es decir, la quinta parte. Yo tengo copia antigua de ese libro. Hay que recordar que Sahagún escribió algunos capítulos en lengua mexicana, para que los españoles no se enteraran de algunas cosas.
Ha dicho el maestro un nombre inolvidable: el de don José María de Agreda y Sánchez, a quien yo conocí en esta Biblioteca Nacional y de quien me dicen que era una fuente viva de lecciones diarias, para uno de sus discípulos que con sólo oírle y oírle encontró temas para crónicas y relatos sobre la ciudad de México, porque don José María no era dado a escribir. Es que hay así muchos que se aprovechan de los frutos del cercado ajeno y los llevan airosamente al mercado editorial. La bibliofilia es también muy caprichosa, pues conocemos el caso de un vendedor de libros que ha ido separando libros raros de su librería para formar biblioteca, lo cual es uno de los peligros en que puede resbalar un mercader que busca "La Escala Espiritual", no por ser de San Juan Clímaco, sino para subir al cielo.
-Agreda y García Icazbalceta fueron amigos de mis abuelos -dice Gómez Orozco, no sin rendir un recuerdo de afecto apasionado al doctor León- En casa de Agreda conocí a don José Toribio. Ya le contaré una anécdota deliciosa sobre éste. Yo era un muchacho que apenas sabía leer cuando lo conocí.
Hablamos de los libros mexicanos que, fuera de los del siglo XVI, vale la pena ir coleccionando.
-Los del siglo XVII y los primeros que aparecieron en el XIX, Se explica el segundo caso porque se trataba de un momento de transición, de crisis, nada menos que la Guerra de independencia, en la cual era lógico que realistas e Insurgentes destruyesen las publicaciones de sus adversarios.
Pasó lo mismo con el libro que el general Filisola editó en Puebla para vindicarse de los cargos que le hicieron en Guatemala.
-Exactamente. Y en cuanto a la obra de editores como Lara y Cumplido que fue preciosa en el siglo pasado, hay que rescatarla, que revaluarla. Ahora hay un resurgimiento en el arte editorial. La peor época que tuvimos fue la de fines del siglo pasado. ¡Qué ediciones tan horrorosas algunas!?
El maestro me habla de las obras que tiene en preparación: la bibliografía de las crónicas religiosas, una colección de documentos indígenas una monografía sobre Acolman, los anales de México y sus contornos, que coleccionó Ramírez y publicará el Museo, con prólogo y notas de Gómez de Orozco.
La conversación va para largo. Ha intervenido en ella el doctor Wagner, que vino de California a ponerse al habla con don Joaquín García Pimentel para ultimar la preparación de la biografía y bibliografía de García Icazbalceta. También está con nosotros el doctor Hammond, director de la Quivira Society, que se ha quedado estupefacto ante el milagro de esta biblioteca muy siglo XVI y muy abierta para los amigos de su prócer dueño. Hablamos de la biblioteca del doctor León, que fue ofrecida al gobierno de Díaz siendo Secretario de Instrucción Pública don Joaquín Baranda en la modesta suma de seis mil pesos y por ella dio la Biblioteca Carter Brown del vecino país, diecinueve mil dólares.
¿Para qué seguir hablando más?
-La crónica del P. Oroz, que contiene datos insignes sobre los primeros franciscanos en México, estuvo de venta aquí en quinientos pesos plata nacional, y como nadie quiso comprarla, se marchó al extranjero cuando hubo quien ofreciera desde los Estados Unidos mil quinientos dólares.
Luz clara, aire alto, la conversación. El maestro no ha decaído brindándonos su sabiduría sobre libros mexicanos. En el cielo de julio, límpido como un trofeo de cristal, se sumerge la angustia de este bibliófilo que tampoco verá concluida su tarea ni saciada su erudición.
Entrevista original, Fondo Rafael Heliodoro Valle, ERHE Expediente 179, 1942.