"AD ALTARI DEI" DE GONZÁLEZ GUERRERO
Diálogo con FRANCISCO GONZÁLEZ GUERRERO En la hora parva del Amor, cuando se ha sosegado el grito y hay en las piras una luz de aristocrática seguridad, reúne González Guerrero en este florilegio antológico los poemas que siguen siendo primicias, aquellos que por su valor permanente, su sinceridad desnuda, serán poemas de triunfo cuando todas las primaveras se hayan deshojado.
Conocí al poeta de "Ad Altare Dei" en años que están fuera de la cronología, porque apenas los identifica el lejano son de los clásicos, la inexperiencia para el canto llano de las grandes fiestas azules de la pasión y un ciego afán de subir hasta las comarcas de altura, de fotósfera, que se divisan desde los miradores de aluminio. En nuestra casona espiritual de Tacuba, más acá del miércoles de Ceniza y bajo los auspicios de las nubes, cuatro estudiantes cerrábamos las tablas de logaritmos, inusitadamente, ante la mirada de escándalo del profesor Guijosa, y dejábamos a la ciencia la delicada tarea de arreglar las cosas de este mundo, mientras nosotros resolvíamos las graves ecuaciones del dolor y el amor. Uno de ellos López y Fuentes, el otro Torres Hernández y González Guerrero, que ya era el amigo íntimo de los crepúsculos.
En aquel tiempo sonaban algunas voces animadoras que eran para nosotros una invitación asidua a la insurgencia contra la poesía romántica y el liberalismo que unta sus ideas en los chalecos rojos. González Guerrero hería nuestra atención con sus dardos alegres de cazador que, por las tardes, salía a sus excursiones cinegéticas, de las cuales retornaba, cuando menos con un panal de ambrosías absurdas; y mientras nosotros nos quemábamos en los delirios de la oratoria, saludando a donde Justo Sierra que muchos mediodías fue nuestro maravilloso intruso en el refectorio, González Guerrero seguía calladamente su labor, huraño minero de una Guanajuato abscóndita entregado a la dura brega de definirse y decirnos en el primer verso de una estrofa inconclusa el primer desaliento de quien sabe que no se conquista fácilmente la ruta escondida hacia la soledad sonora?
Mientras Leopoldo Kiel nos entretenía con sus pláticas que eran como viajes de circunvalación a las ideas estéticas, Rafael López nos entusiasmaba con sus fiestas de eufonía y color, llevándonos a ver los últimos cisnes que resbalaban en el estanque rubéndarino. Y ya González Guerrero, que se sabía su Góngora y su Marqués de Santillana y ayudaba a estrangular los inútiles animales de la alegoría, nos edificaba con su continencia verbal, su franciscanismo lujosamente austero y la lentitud de sus dádivas.
Y cuando la piedad vistió de una elegancia melancólica los poemas que salieron a vocear el nombre del poeta, el día fue de fiesta para sus amigos, de fiesta de luna, como a las que Juan Ramón Jiménez nos convidaba. Vimos pasar entonces a la pastora de Garcilaso, la ojiverde doncella Melibea, con su tirso de plácemes y el poeta dándole la bienvenida con palabras que habían sido aprendidas en los sueños y que se libraron de la cárcel del verso como el agua que fluctúa entre el margen y el pulso del correr, y que al fin, dueñas de su destino afloran en el canto, salen al encuentro de la poesía.
"Mañana será un día con cimientos firmes, fundado en corazones vivos?" El augurio se cumple ahora que sobre ellos el poeta forja este altar de Dios, al cual se acerca temeroso de no repetir con integridad el mensaje que se le confiara: y si el temor le había obligado a esquivar el pregón del tipógrafo, fue porque las cosas del Amor son sagradas y sólo es posible ponerles el traje de feria de la publicidad, cuando se está en estado de gracia y la novia tiene un nombre universal, porque ella ha dado la medida y el ritmo del poema.
González Guerrero fue al monte en busca de la clara alegría y he aquí que sus desposorios con la amada realizan la perfección de un anhelo. Es el milagro del amor, que hace que la poesía esté "como en el día que voló la paloma del Diluvio". El amor no envejece, porque está siempre en movimiento, renovándose entre la técnica del filarmónico y la emoción sin fecha. Poesía de medio tono la de González Guerrero, que halló su natural ambiente en el romance, y que se libra de las impurezas de lo superfluo, y del ademán que nació sin brazos como una imagen en un caos de luces y perfiles. Humilde poesía que sin querer explicarlos la esencia sutil de las cosas, logra ser una flor de lumbre que se perpetúa entre las primeras fogatas del otoño plácido.
Canción pura, rosa impávida en el temblor de alabastro del aire, todo este libro -égloga de aire verde y miel antigua- tiene motivos de canción como una fiesta. Y es fiesta para los amigos del poeta, que no por tardía dejaron de ser convidados para admirar desde los sitiales de la víspera la montaña en que "labró el silencio su nido de cristal". Poesía en sí, verso maduro, recolección a tiempo, cuando el poeta ha dejado de perseguir en épicas escapatorias, a las hadas ariscas, y por eso sus cantos se ciñen al canto llano y sus piedras de altar semejan rostros que han sido cincelados por el viento fino de las cumbres.
Publicado en "Revista de Revistas" en junio de 1931.