ROURA OXANDABERRO PERNOCTA DIBUJANDO
Diálogo con JOSÉ MARÍA ROURA OXANDABERRO A eso de las cuatro de la tarde, cuando ya el sol ha perdido la vergüenza, entro con Roura Oxandaberro a merendar a un restorán en que se sirve el mejor café con leche del mundo. Ha puesto su pipa sobre la mesa y nuestro diálogo sólo es interrumpido por la sombra majestuosa de don Francisco Gamoneda, que ha hecho de la presentación de sus amigos una de las bellas artes. Don Francisco ¿y usted qué va a tomar?
-Pues nada? que me sirvan agua- con paisaje?
Roura, a quien le quitaré provisionalmente el Oxandaberro, para poder manejarlo mejor sobre la tabla de ajedrez de la entrevista, pide cervezas heladas. Y así vamos sintiendo, poco a poco, la sensación de las alturas andinas, esas que él ha traspuesto como las cabras que van a campo traviesa recogiendo yerbas melíferas. Hemos llegado a la altiplanicie mexicana, me dice muy emocionado, y yo lo invito a que nos pongamos al nivel del mar en Guayaquil.
-Vine a América en 1910 a pintar el trópico, por comisión de un rico alemán que pagaba esas cosas. Y después de estar en Guayaquil, entré a la selva ecuatoriana. Y así me fui quedando en América. Tengo cinco hijos, cada uno de diverso país americano. Mi madre era uruguaya. Y de niño me contaba cuentos en que aparecían la pampa y el gaucho.
Abre uno de sus álbumes para mostrarme los dibujos. En el que ha consagrado a Bolívar en Caracas, veo uno de los aposentos con la imagen de la Virgen de Guadalupe, que fue llevada por el Conde de San Javier, y luego hablamos del doctor Vicente Lecuna, cuya devoción por todo lo que Bolívar raya en lo inverosímil.
-El viaje desde Guayaquil hasta Quito es algo único. No se lo puedo describir. Se ve y no se cree. El ferrocarril pasa por tembladeras, luego por selvas; en seguida, de súbito, la temperatura cambia, cambian la vegetación, el panorama, los trajes de las gentes que uno va encontrando, las casas. Se pasa entre volcanes. Hay un paso que llaman la Nariz del Diablo.
Quito, la ciudad de aire limpio y escritores y artistas que se reúnen a comentar lo que pasa en el mundo y que, por sus edificios pétreos, sigue a México en la grandeza de las huellas coloniales. Porque en Lima la madera es la que triunfó bajo los escoplos. Aquellos artesonados, aquellos techos, cual sillería y luego los mobiliarios orgullosos.
-Y sin embargo- exclama Roura- no hay que olvidar el palacio de la Perricholi, en Lima, ni las casas de Torre Tagle, ni los Descalzos.
-Lo malo es que están borrando a la ciudad de don Ricardo Palma los higienistas, los planificadores.
-Es la pelea que tuve yo con las autoridades de Guayaquil, por el Barrio de Villamil, defendiéndolo a capa y espada. Al fin triunfaron los que alegaban que aquello era nido de ratas y había que derribarlo.
-Pues le decía, que en Quito, una de las ciudades más altas del mundo, yo he vivido largos años. Me la conozco como si fuera la palma de mis manos, como ningún quiteño la conoce. Y a propósito, ¿conoce usted el libro que José Gabriel Navarro ha publicado sobre la escultura colonial de Ecuador? Ese libro es la fiesta de los imagineros.
-No lo conozco, Roura. ¿Y qué me cuenta de Gangotena y Jijón?
Y Roura me habla asordinadamente, con una efusión que tiene raíces en la cordialidad de todas las gentes de buen gusto de aquel país que nos parece tan distante como las que vemos pasar por la geografía, envueltos en brumas fabulosas. Los barcos pasan hacia el sur, pero a veces no se detienen en las playas ecuatorianas. ¿La revolución? ¿La fiebre amarilla? ¿Es que los andes son muy altos y el viajero se puede caer?
-Si viera usted -me dice- que maravillosa vida he hecho, tomando mis apuntes, aderezando mis emociones, para el libro monumental que estoy preparando. Andanzas por las selvas amazónicas, entre matorrales que sólo se ven en "La Vorágine" de Rivera. Y a propósito de "La Vorágine", ¿conoce usted "Doña Bárbara" la gran novela venezolana de estos días? ¡Pero que selvas aquellas! Los indios no son peligrosos. A lo que hay que tenerle miedo es a las víboras, porque se pone el pie sobre un montón de hojas y de pronto salta el reptil pérfido, tomando su revancha. Dibujar así y es muy incómodo.
-Pero en cambio, ¿qué tal cuando usted fue a la tibia y dulce Lima?
-En Lima 11 meses, ¡qué clima y que mujeres, amigo! ¡No me lo recuerde! ¡Es inconcebible! De allí pasé a Santiago de Chile y me hicieron "el hermano errante" del famoso grupo "Los Diez". En seguida a Bolivia que es algo extraordinario para un par de pupilas que quieren ver, que saben ver. Aquello parece cosa de otro mundo: el alma inerte se derrite ante aquellos espectáculos de cumbres, de cielos recién nacidos, de aguas y de flores. Sólo México tiene tan poderosa fascinación.
Hemos dialogado bastante, lo que ha durado la merienda frugal. El pintor ha sacado su pipa y me pide que salgamos a vagar por las calles. A "dar la vuelta" le digo Y él acepta, como buen coleccionista de folklore, la nueva expresión.
-Le enseñaré un patio de vecindad, que de seguro sólo en Quito o en Caracas. Faltan las terrazas limeñas; pero verá usted un lavadero y unos tendederos y unas macetas como para sembrar flores de devocionario.
-Ya está -subraya con acento de gente del sur.
-Ya -diría un boliviano.
Y nos vamos por un callejón del México viejo, saludando al buen día y a la noche oportuna que hace confidencias. Y Roura me explica que vino a México, porque todo artista hace una promesa; venir a esta tierra que es la cumbre andina del arte colonial.
Y seguimos charlando, de aquí para allá, de Guayaquil a Veracruz, de Acapulco a Valparaíso. Y de pronto Roura me pide noticias sobre la ciudad de Tegucigalpa, que tiene un Puente Mallol y una iglesia catedral dignas de figurar en la geografía que él va dibujando. Una ciudad que tiene las viviendas que Roura a coleccionado, y el aire límpido, el monte con versos amarillos y morados, y aquel cielo quieto, de un azul intachable que, visto desde los balcones, parece el mar al revés?
Publicado en "Revista de Revistas" en marzo de 1931.