UNA CENA ESPUMANTE DE ERUDICIÓN
Diálogo con HABIB ESTÉFANO La conversación con Habib Estéfano, el embaucador de la palabra se salía -al filo de la medianoche- de los problemas trascendentales que en sus labios se complican más. Era él, "el pobre peregrino del Líbano" quien se fatigaba de jugar, ante aquel reducido grupo de comensales, con los aros sonoros y las pajaritas de papel que le servían de útiles de prestidigitación ante el público, en las conferencias sobre el amor, el más allá, la felicidad, el deber, la juventud eterna.
Revolvíamos temas y el eludíamos devanarnos los sesos. La cena estaba opípara y valía más que la conversación. Pero al reventar el clavel rojo de la una de la mañana, humeando el café concentrado en tácitas como dedales, uno del grupo irrumpió con esta pregunta que nos hizo temblar de espanto:
¿Y cómo fue, Maestro, aquel momento en que su vida corrió tal peligro en Barranquilla a mano de las chusmas?
-¡Ah! Este pobre peregrino iba a ser villanamente asesinado. No fue en Barranquilla, fue en Medellín en donde iban a consumar el crimen las chusmas enloquecidas de furor. Medellín es una ciudad tan en calma, que apenas se oye el paso de una mosca por el aire; una ciudad severa que parece un gran convento medioeval. Yo estaba en Medellín en una de mis giras por Colombia. Estaba escribiendo, aquel día, en el cuarto de hotel donde me había instalado, y no sé cómo alcé la vista mientras escribía, y estallar en pedazos los cristales de la ventana. Me incorporé, salté por otra ventana, brinque hacia un patio y logré escapar de las iras de la muchedumbre frenética.
¡Que terrible! -exclamé reprimiendo mis comentarios más duros contra aquella muchedumbre enfurecida.- ¡Que terrible! Lo felicito porque escapó usted con vida. Felicito al Occidente y al Oriente, al Norte y al Sur!
De súbito, mientras yo me escandalizaba, a miles de leguas de Medellín y a miles de días de aquellos sucesos tan desagradables, un caballero saboreando uno de los bocadillos del postre exclamó:
-Pero estos pastelillos son algo fabuloso. Beso las manos que los hicieron. ¡Fabuloso! Si viera, Maestro, que mi mujer es muy celosa, tan celosa que no me va a creer que estuve cenando con usted y para contentarla tendré que llevarle uno de estos pastelillos.
Estéfano, como un tigre halado por la cadena, se incorporó y tuvo una luminosa idea.
-No un pastel, todos los pasteles. Muchacho -dijo llamando al criado -más champagne. Y llena de pasteles las bolsas de este caballero. Voy a enseñarles ahora, nos dijo, un plato que perteneció a la vajilla que usó Simón Bolívar.
¿Antes de subir al Chimborazo? -murmuró poseído de terrestre espanto.
-Porque Bolívar quebró vajillas aunque era incapaz de romper un plato.
Estéfano echaba chispas por los ojos. Encendió un tabaco que efundía fumarolas sensuales, de aquellos labios que se complacían cruelmente en paladear y degustar los licores de la sobremesa, como si en cada gota se diluyera la alegría de un colibrí.
-Hay que ver ese plato. Y luego les enseñaré las medallas que me presentaron los públicos de Sud América.
No había escapatoria. Un travieso periodista, que se había entrado como rayo de luna por la ventana hasta el comedor, nos dijo al oído:
Son 200 medallas. Cuando el maestro pasa por la frontera aduanal de un país, parece que hubiera una exposición de joyería. Los aduaneros le cobran fuerte suma, confundiéndolo con un vendedor de joyas.
¿Y es cierto que en Colombia no comen tortillas? -Pregunté en mi afán de evitar que nos enseñara el plato bolivariano y las medallas de oro y esmalte.
-Allá prefieren el pan de trigo. ¿Y saben ustedes cómo se hacen las tortillas en algunos países del trópico? Si ustedes lo supieran, no volverían a comerlas?
Díganos?
Y todos acercamos las sillas, formando un cerco, para no dejar escapar al tigre libanés. Los ojos le destellaban. Y Alfonso Taracena se sentía al borde de los abismos, en un vértigo de risa que quería ser alaridos de horror.
-En los países del trópico, el maíz no puede faltar en la mesa del rico y en la cocina del hombre. Las indias en los ranchos viejos palmotean la tortilla mientras atrapan pulgas o capturan piojos. Y es frecuente el caso de que, al levantarse la corteza de una tortilla recién salida del comal, se aparecen en todo su impudor los cadáveres de los animalitos que tuvieron trágico fin.
Pero hay algo peor -interrumpió el costarricense Cordero Amador, que tenía la dicha de estar entre nosotros-; hay algo peor, tratándose de los indios "güetares" descendientes de los últimos aztecas emigrantes, que viven en Costa Rica. Los "güetares", como los huicholes de México y los jicaques de Honduras, tienen mucho placer en comerse los piojos que pacientemente dejan que se críen en la maraña de la cabellera. Se dice en cierto manuscrito que algunas tribus de aquellos indios se han acabado porque se los han comido los piojos?
-Si fuéramos a decir cómo se hace el vino en las artesas y cómo se hace el pan? ¡No comeríamos!
Yo interrumpí, sin hacer aspavientos:
No lo he visto, pero se me informa que en una isla de Honduras se hace el mejor mondongo que se pueda comer en el mundo. Mejor que la célebre "tripe" de Nueva Orleans, que viene tomando gusto espeso desde la buena época de las guisanderas francesas. Pues el tal frente al paisaje, sujetándolo carne con carne, el mondongo crudo suelta sus malos olores?
El maestro que ya se había olvidado de las medallas y del plato esmaltado, había entrado en calor. Nuestro propósito de llevarlo por senderos distintos en la conversación se había cumplido maravillosamente. Taracena había vuelto en sí, después de aspirar el álcali que la mano del anfitrión le brindó en un pomo que bien valía ser del tocador de un califa.
Taracena -exclamé, atropellando los siglos-: ¿ha estado usted alguna vez en Belice, la ciudad en que he visto muchos negros con ojos azules? Pues no sabe lo que es la sopa de tortuga?
Un momento, señores -clamó Cordero Amador-, que esto es solemne. Los árabes de Costa Rica preferimos la pechuga de la gallina; pero sobre la tortuga han viajado muchas filosofías.
Pues la deliciosa sopa de tortugas que en Belice es servida diariamente, es algo que supera a la que en ciertas ciudades del norte de Estados Unidos hacen con una que llaman "terrapine". ¿Y saben ustedes cómo le dan el punto de sal que debe llevar para que sepa mejor? Mientras la cocinera negra está preparando la sopa, deja que sobre la olla caiga un poco de sudor. Aquellos calores de Belice?
-Nada es eso -rugió Estéfano, regresándonos hasta Colombia.- Allá hay una bebida, la chicha, que hacen con el maíz. No se asusten si les digo que preparan esa bebida mascando el maíz varios indios a la vez y luego echan la masa en el recipiente donde va a fermentar.
Entonces ¿por qué espantarse de que el pulque salga de la mata del maguey, atraído por la boca del indio?
-Mis amigos -dijo Estéfano-, de nuestro mate argentino, esa bebida que tiene tantas recomendables vitaminas, les diré que ha sido siempre la costumbre de servirlo pasándose la "matera" de boca en boca. En los hogares acomodados la "matera" es de plata y no hay cuidado con los microbios. Pero los gauchos legítimos y la gente de campo tienen por grave descortesía que un huésped no chupe donde otros lo han hecho, mientras la conversación sigue y hay que traer más yerba?
Ni más ni menos que como el tabaco en la pipa de la paz. Y como la botella de anís del mono, que trastorna a los indios mayas, en Quintana Roo, y es costumbre la de que todos los del ruedo, inclusive el que ofrece la bebida, se la vayan pasando hasta llegar al indio más viejo, el cacique, Pero esto es por precaución.
Aquella sobremesa se iba prolongando envuelta en humos de vegueros cubanos y evocaciones tropicales y andinas. No me atreví a contarles cómo se le da el último toque a la "chicha" fermentada que se hace en algunas partes de Centro América porque no lo habrían creído.
¿Y qué? -dijo Taracena, ya dueño de sí-. ¿No es fama la de que algunos habitantes ocultos del centro de Europa tienen entre sus placeres exquisitos el de abrir un hueco en un queso de bola, rellenarlo de vino, taparlo y después de varios días comerse los gusanos que ya están alborotados de gusto, engordados con tan finas medulas?
Es lo que pasa con el sabroso mole de guajolote. El doctor Atl que sabe intimidades de cocinas y de cocineras, me ha dicho que una vieja poblana, de esas que tienen el secreto de su oficio, guarda la venerable tradición de dejar en el fondo de la cazuela una capa del "mole" servido, para sobre ella aderezar el siguiente, y que si no se hace esto, la cazuela no se puede "curar".
En el clavel rojo de las dos de la mañana untaban tenuemente su polvo las estrellas. Salimos al jardín. Los terribles temas del deber, la felicidad, el amor, el dolor, se acurrucaban transidos de frío en los labios del Maestro. Nos despedimos, haciendo una graciosa reverencia, y ya en la calle, el huésped que se había entrado por la ventana, como el rayo de luna, exclamó desolado, como si hubiera perdido un reino:
-Los pasteles, hombre. Se me olvidaron los pasteles?
Si yo le dijera -contestó Cordero Amador- qué carnes ponen a veces en los tamales?
Publicado en "Revista de Revistas" en mayo de 1932.